PABLO NERUDA, LA VOZ DE UN CONTINENTE.
Neruda es el hombre hecho poesía o viceversa. América, habla a través de él, con versos que son expresión del pueblo y de la tierra.
Desde que viniera al mundo, allá en un pueblito de Parral, Linares, en la república chilena el ánfora de la poesía derramaba su sabia sobre él. Fue un joven largucho y nervioso, como la tierra que le viera nacer. Su vida iba movida por el oleaje y el misterio del Pacífico, mar torrentoso, donde el viento y las olas no les dan treguas a los acantilados y a los arrecifes de la costa.
Neftalí Ricardo, Reyes Basoalto, fue el nombre que le dieron al nacer. A los pocos meses quedó huérfano de madre y fue su padre, un rudo ferroviario, conductor de trenes, quien lo subiría a los duros y ardientes raíles de la vida.
Mi pobre padre duro
Allí estaba, en el eje de la vida,
La viril amistad, la copa llena.
Quizás, de esos fulgores encontrados, le nació la ternura, la magia y el hechizo de sus evocaciones. Y, tal vez, por eso, siempre su voz va clamando justicia, como el ánima sola que frecuenta los sitios más diversos.
Neruda fue un poeta de corazón abierto, donde el eco y la mirada, la mirada y el eco subyacen, en perpetuo discursar. Militaba en la poesía y vivía con ella todo el donaire del mundo, más allá de razones políticas e ideológicas, aunque nunca negó ser comunista. Pero por encimas de las siglas, su compromiso era con el pueblo, con los pobres y los sin tierras, que son los más, entre los que habitan este mundo.
En santiago de Chile, donde residiría de 1920 al 27, escribió sus primeros libros: La canción de la fiesta (1921), Crepusculario (1923) y Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1927). Títulos estos que pudiéramos llamarles de juventud, donde está ya, en ciernes, la inmensa voz poética de América.
Aún está cargado de ecos neo-modernistas, pero ya están ahí, sobre la cuadratura de su voz, los tonos y los timbres cosmogónicos que llenaran su Canto general.
Su obra es inmensa como él mismo lo fuera y, entre ambos, una singular cosmogonía vislumbra el universo vibrante y anchuroso de la lengua castellana. Resume con exultante maestría, el magisterio de Quevedo, Góngora, Machado y lo que vendrá después con el 27 y los subsiguientes émulos de las bellas letras.
Desde Crepusculario, pasando por los Veinte poemas de Amor y una canción desesperada, Las residencias, el Canto General, hasta Memorial de isla Negra, desde mi punto de vista, unos de los libros más vibrante y bellos de la poesía en lengua castellana, Neruda es, sin lugar a dudas, la voz de un siglo, el eco perenne de los tiempos.
Sus viajes por los países del Oriente, aunque algunos y a veces él mismo, los considera como angustiosos, desde mi punto de vista, fueron enriquecedores para él y su obra, tan es así, que allí escribió gran parte de unos de sus mejores obras, Residencia en la tierra, junto a su perro, su mangosta, Kiria y su sirviente Brampy. Su visión del mundo y de la vida se ensanchó. Hizo largas lecturas de obras que ya tenía en olvido, mezcló los ritmos y los ecos del mar, la selva y las ciudades, ahora su melodía estaba cifrada por todos los matices y colores del arco iris universal.
No obstante, por modestia o por falsa modestia, Neruda no iba diciendo lo que era; él lo sabía y lo sabían los otros, por eso casi nunca entraba al redil de la polémica. Su hombradía era superior al cotilleo de los taimados, que se creían artífices de las formas y el idioma, que tantas y tantas veces dignificó con su acción, con su obra y sus palabras. Y, para que no quedaran dudas dejó estos versos como testigo de sus actos.
No soy rector de nada, no dirijo,
Y por eso atesoro
Las equivocaciones de mi canto.
Defectos tuvo, como todo hombre, pero sólo aquellos que ignoran sus propias carencias y desvergüenzas, son capaces de echárselos en faltas. Su extensión pertenece al infinito, de ahí que nadie pueda medirle.
Como la perfecta trinidad, hay tres palabras para definir a Pablo Neruda, al Neruda que yo conocí: amor, emoción y justicia. Y si estos tres términos no bastaran, agreguémosles también, servicio. Fue un hombre servicial y melancólico, como buen hijo de Nuestra América, siempre en espera de la esperanza, que es la única manera de vivir y renacer, como el verso que deja al desgaire, su impronta de futuro.
Su natalicio, ha venido cargado de homenajes, de encuentros con su palabra y su sombra. Esperemos, que en el centenario de su muerte, su magisterio siga refulgiendo y creciendo en las nuevas memorias y en las voces, de los que estén entonces, para amarle y dignificarlo; y así, en lo sucesivo, hasta el fin de los tiempos, si es que llega.
Ogsmande Lescayllers.
Neruda es el hombre hecho poesía o viceversa. América, habla a través de él, con versos que son expresión del pueblo y de la tierra.
Desde que viniera al mundo, allá en un pueblito de Parral, Linares, en la república chilena el ánfora de la poesía derramaba su sabia sobre él. Fue un joven largucho y nervioso, como la tierra que le viera nacer. Su vida iba movida por el oleaje y el misterio del Pacífico, mar torrentoso, donde el viento y las olas no les dan treguas a los acantilados y a los arrecifes de la costa.
Neftalí Ricardo, Reyes Basoalto, fue el nombre que le dieron al nacer. A los pocos meses quedó huérfano de madre y fue su padre, un rudo ferroviario, conductor de trenes, quien lo subiría a los duros y ardientes raíles de la vida.
Mi pobre padre duro
Allí estaba, en el eje de la vida,
La viril amistad, la copa llena.
Quizás, de esos fulgores encontrados, le nació la ternura, la magia y el hechizo de sus evocaciones. Y, tal vez, por eso, siempre su voz va clamando justicia, como el ánima sola que frecuenta los sitios más diversos.
Neruda fue un poeta de corazón abierto, donde el eco y la mirada, la mirada y el eco subyacen, en perpetuo discursar. Militaba en la poesía y vivía con ella todo el donaire del mundo, más allá de razones políticas e ideológicas, aunque nunca negó ser comunista. Pero por encimas de las siglas, su compromiso era con el pueblo, con los pobres y los sin tierras, que son los más, entre los que habitan este mundo.
En santiago de Chile, donde residiría de 1920 al 27, escribió sus primeros libros: La canción de la fiesta (1921), Crepusculario (1923) y Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1927). Títulos estos que pudiéramos llamarles de juventud, donde está ya, en ciernes, la inmensa voz poética de América.
Aún está cargado de ecos neo-modernistas, pero ya están ahí, sobre la cuadratura de su voz, los tonos y los timbres cosmogónicos que llenaran su Canto general.
Su obra es inmensa como él mismo lo fuera y, entre ambos, una singular cosmogonía vislumbra el universo vibrante y anchuroso de la lengua castellana. Resume con exultante maestría, el magisterio de Quevedo, Góngora, Machado y lo que vendrá después con el 27 y los subsiguientes émulos de las bellas letras.
Desde Crepusculario, pasando por los Veinte poemas de Amor y una canción desesperada, Las residencias, el Canto General, hasta Memorial de isla Negra, desde mi punto de vista, unos de los libros más vibrante y bellos de la poesía en lengua castellana, Neruda es, sin lugar a dudas, la voz de un siglo, el eco perenne de los tiempos.
Sus viajes por los países del Oriente, aunque algunos y a veces él mismo, los considera como angustiosos, desde mi punto de vista, fueron enriquecedores para él y su obra, tan es así, que allí escribió gran parte de unos de sus mejores obras, Residencia en la tierra, junto a su perro, su mangosta, Kiria y su sirviente Brampy. Su visión del mundo y de la vida se ensanchó. Hizo largas lecturas de obras que ya tenía en olvido, mezcló los ritmos y los ecos del mar, la selva y las ciudades, ahora su melodía estaba cifrada por todos los matices y colores del arco iris universal.
No obstante, por modestia o por falsa modestia, Neruda no iba diciendo lo que era; él lo sabía y lo sabían los otros, por eso casi nunca entraba al redil de la polémica. Su hombradía era superior al cotilleo de los taimados, que se creían artífices de las formas y el idioma, que tantas y tantas veces dignificó con su acción, con su obra y sus palabras. Y, para que no quedaran dudas dejó estos versos como testigo de sus actos.
No soy rector de nada, no dirijo,
Y por eso atesoro
Las equivocaciones de mi canto.
Defectos tuvo, como todo hombre, pero sólo aquellos que ignoran sus propias carencias y desvergüenzas, son capaces de echárselos en faltas. Su extensión pertenece al infinito, de ahí que nadie pueda medirle.
Como la perfecta trinidad, hay tres palabras para definir a Pablo Neruda, al Neruda que yo conocí: amor, emoción y justicia. Y si estos tres términos no bastaran, agreguémosles también, servicio. Fue un hombre servicial y melancólico, como buen hijo de Nuestra América, siempre en espera de la esperanza, que es la única manera de vivir y renacer, como el verso que deja al desgaire, su impronta de futuro.
Su natalicio, ha venido cargado de homenajes, de encuentros con su palabra y su sombra. Esperemos, que en el centenario de su muerte, su magisterio siga refulgiendo y creciendo en las nuevas memorias y en las voces, de los que estén entonces, para amarle y dignificarlo; y así, en lo sucesivo, hasta el fin de los tiempos, si es que llega.
Ogsmande Lescayllers.
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