lunes, 5 de abril de 2010

Foto y Textos de Ogsmande Lescayllers (Venecia, Italia)

TRATADO SOBRE LA INSOLENCIA.

Si somos la pregunta y la respuesta,
por qué ir respondiendo y preguntando.
Si nada somos
y al fin, somos el todo,
por qué intentamos jugar al escondite.

El hombre siempre ahí;
siempre de parto,
cifrando y descifrando,
escarbando en la tierra,
midiendo caracolas,
dictando y editando sus propias falsedades,
sus ideas ilógicas.
Dando pasos encimas de otros pasos,
marcándose o marcando;
por si acaso.

Y la virilidad,
estrecha manga
novicia de otros sueños,
o tan indefinida como el tiempo
cuando al caer sin luces ni gobierno,
volvemos a perdernos sobre un triángulo.

Y la imaginación, pobre indigente,
que se arruina pensando,
cavilando,
con las luces del mundo apagadas
o a media luz, para que no la encuentren.

Y el yo como un timón,
dando corcovos,
sobre las pasarelas de la vida
como alguien que inaugura dos preguntas,
para intentar sacarte mil verdades.
Pero nada es así,
nada es tan fácil,
como piensan algunos comediantes
que escriben thrillers,
filman,
montan sus acrobacias
en medio del bullicio de la gente,
como si todo el mar fuera una gota
y esa gota en reflejo en las arenas.

Ah,
soledad,
tan mía,
qué a punto llegas,
cuando se van cayendo los esmaltes
de estas asas
que ato en el asombro
de la melancolía
con que a veces,
yendo de barlovento a sotavento
descubro en el ojal de mi chaqueta.

No es de dios ni con dios
sino conmigo,
con quien la emprendo en serio cada día.
No es con nadie sino con mi silueta
que sustituye lanzas por palabras,
estampidas por hálitos y alumbres:
manos como las mías,
fuertes y alertas,
que no entran al fuego ni se queman.

Vivir, a tiempo en el destiempo,
cuando se desajustan las miradas,
y las palabras caen como pregones
en medio del bullicio de la plaza.

Ser el último ser,
no tener casa,
no
nada en fin,
donde el dislate
se agota hasta unos límites posibles,
en la fiebre que a veces
nos engulle
como un hombre de trapo que se lanza
a la hoguera del los tiempos;
y,
para qué querer darse de héroe,
cuando nadie te aplaude
y tú te incendias
fraternalmente en tu propia sombra;
como un pez que metido bajo el agua
muere de sed,
por no tener sentido.

Ni dios ni el ser;
qué hacer,
para decirles,
que el tiempo es tan movible como el agua
y que la luz está bajo tu manga,
queriendo iluminarte y no la dejas.

SIN SEÑALES DE ÉL.

Se me ocurrió escribir
en un muro que había frente a mi casa
dos palabritas tiernas:
amor y libertad.
Pero los que limpian las paredes
vinieron a borrarlas.
Cuando se fueron,
regresé de nuevo,
las escribí,
ahora en letras grandes,
para que vieran
que tras ellas, habían plantado un pueblo,
y que el que las escribía
era un suicida amigo de los hombres,
que vigilaba a los que las borraban
y las volvía a escribir con más ternura.

Todos los días era el mismo ritual:
uno escribía
y otros las borran,
hasta que los limpiadores dieron parte
al gobierno
y éste mandó a sus ejércitos,
para indagar
quién era aquel sujeto,
que ponía palabrotas
detrás de la comisaría,
donde dejaron detenido,
por culpa de los limpiadores,
al escriba y sus sueños.
Desde ese día,
nadie más ha pintado la pared.

LAS PALABRAS PROHIBIDAS.

Hay tantos que se callan,
entonces nos parece que el silencio gobierna.
Tantos pasan callados
a la altura de un sueño,
a nivel de la calle
o en cualquier dirección,
en un silencio sin fondo o sin fronteras,
hasta que te percatas,
que alguien te está observando
por si intentas hablar,
frente a esos que callan.

Yo iba indiferente por las calles de antes.
Por allí habían pasado mis abuelos
y mis tatarabuelos
hablando y canturreando sus canciones.
Yo quería hacer lo mismos
y puse por delante mi apellido
y algunas credenciales de mi infancia
o aquel viejo laúd,
con el que había aprendido
a entonar mis verdades.

Silenciado por tierra y por el aire,
silencio por los codos,
por las intercepciones de las calles,
en tres letras sin sílabas
y por la fe de erratas,
en un código roto sin dominios.

Alguien pasó callado por mi puerta.
Yo salí a saludarle cortésmente;
un guiño fue bastante,
para no aproximarme a donde estaba.
Un guiño frío y tierno como un sueño
que después despertó y se hizo relámpago;
cayó a mi lado sin decirme nada,
sin anunciar que ayer
como hoy estamos solos.
Solos;
terriblemente solos,
Como una herida que mana de la tierra.

Miramos sin mirarnos.
Hablamos sin hablarnos;
nos hicimos incondicionales
y empezamos a pedir,
a pecho abierto,
un sitio con derecho a la palabra.

Nos lo negaron en el primer instante;
después nos mutilaron despacito
no fuera ser que alguien despertara
y se quitara el bozal que le pusieron.

No hay más,
me dije yo,
pobres palabras,
que entran impronunciadas al silencio
y las van degradando poco a poco
hasta hundirlas de bruces en el cieno.

Pobre de mí,
me respondió el silencio,
confuso entre verdades y mentiras
al no tener un sitio donde oírse,
o donde ir a jugar con las palabras,
que los censores acallan por decretos.

sábado, 3 de abril de 2010

Fotos y Texto de Ogsmande Lescayllers.


ÁGAPE.
Para Borja Capote.

Esta hora indómita, de relojes pétreos,
de cáscaras fuertes
y calcomanías,
tejidos de un verso,
ideal de un sueño;
despertar del tiempo,
cálida sonrisa.

Las sombras se alargan
sobre las montañas
y en la horquilla verde de las marejadas.
Mis sueños cabalgan hacia el horizonte
y mis pasos vuelven de nuevo a la casa.

Desde un arco iris, descubro mi infancia
y amanezco dentro sobre mi guitarra,
destejiendo el mundo en leves compases;
buscando de nuevo las voces del alba.

Me encincho el recuerdo,
afeito mis ansias,
cabalgo en las grupas de la madrugada,
escarbo la tierra y le doy un beso;
la tierra me besa y me da las gracias.

Esos días de antes,
son estos de ahora;
aquellos y estos nos dan su fragancia.
Sin embargo, el hombre,
aunque es otro hombre;
sigue acurrucado tras de la ignorancia.

Esta hora indómita
de indómito aliento
cabalga conmigo;
se desnuda el pecho,
columpia su nombre,
se cuelga en los ecos,
clarifica el agua
y deja un relámpago pegado en mi aliento.

Sólo en el silencio
con mi soliloquio,
silbo y disimulo.
Si me solicitan,
me hago sol y salto,
solícitamente
como un celentéreo.

Esta hora indómita;
me sirve de sueño.
Me sirve de casa;
pero mis amores están allá lejos,
sobre el Mar Caribe,
donde las mareas tejen una danza
y el pie de la luna nos rasca los sueños.
El eco del viento nos trae serenatas.

Indómito yo,
fulgores del alma;
ella me hace un ágape,
tejido en palabras.




Foto y texto del libro de Ogsmande Lescayllers, "Cada semilla es un deseo".

C IN EXTREMIS.

Estiro el brazo para alcanzar el índice
y llenarme de aquello que habita la otra orilla.
Apuro, como es lógico,
todas mis añoranzas.
Con gran impulso
vengo, me levanto,
construyo puentes
sobre gigantes planos
y configuro espacios en la tierra.

Hay poco verde aquí;
todo está muerto.
Veo que pasan insectos voladores,
hombres armados,
que de pronto han dejado de ser hombres;
animales de guerra con fusiles al hombro.

No digo adiós,
para que nadie sepa si marcho o si regreso.
Y si es posible,
me aparto del concierto
donde premian a los bufones de la feria;
tal como son,
seres vacíos,
injertos de estos tiempos.

Sólo sé que estas son mis luminarias:
un pedazo de luna en cada brazo,
una estrella adyacente en cada mano,
un pecho que nos guarda de los truhanes,
una estación que asume todo el humo
de esas calaveras ambulantes.

Hay que esperar.
Después pasará el tiempo
cuando el olvido llegue y tome el reino
y esas voces que fueron elegidas,
sigan sin levantarse o sin hacerse,
sin una esquela, en los estercoleros.

Sentir como te agotas viendo al muerto,
oyendo a los premiados
y a los jueces,
en un panel de súbita ignorancia
al margen de las voces,
que la vida,
pone a crecer a lo ancho del camino
sin que nadie le ofrezca una limosna.

De ofrendas y ofendidos los galantes,
pájaros a la altura de los buitres,
fiebres de la pleamar a media noche,
cuando se conjuraron las raíces
para forjar un nuevo plenilunio.

No habrá más ni será;
sólo el comienzo
del que aspira nacer fotografiado,
fotostáticamente revestido
de ideas intemporales
bajo el yugo,
de su misión de esclavo ante los hombres,
que van sin laminar sus días de alientos.

Mal el detrás,
que pisotea al de adelante,
el que viene lanzando sus corcovos
sobre esa línea donde el sol no llega
y pasa deslizándose por dentro.

Del taco al tenedor,
la lengua inserta,
como un guiñapo
que sube a los estrados,
a salmodiar su última conquista
como todo bufón caído en suerte,
confiado de sus dotes acrobáticas.

Nada hay de más,
cuando salen los menos
a refrescar el sitio de partida,
donde todos debían grabar sus nombres,
o despejar, antes que sea la vida,
quien le traiga la cuenta y los impuestos.

Todo reino en el fondo es algo irreal.
Se vive muy de prisa
y es por eso,
que se premian a necios y tarados,
que otros necios,
más necios
que esos necios,
van de jurados sin juramentarse.

A veces sin saber se oye un disparo,
después, queda un silencio manifiesto;
tras el silencio, suele ladrar un perro
y luego,
cuando la tierra queda en vilo,
salta un relámpago detrás de la frontera
para decir que aún hay esperanzas.
A partir de ese instante;
el hombre árbol
cansado de ser árbol,
sale volando o se lanza al mar,
allí, sin más,
se hace una semilla,
porque anhela saber que es mundo.






Poema tomado del libro de Ogsmande Lescayllers, El ritmo del silencio. foto: Catle-romeo

MAREA ATÓMICA.

Todos quieren ser fuertes;
todos quieren.
Descuelgan las marañas de este mundo.
Hacen de un parpadeo la vida eterna.
Llegan y te convierten en objeto,
sujeto a ellos y a sus pretensiones.

Alarmas por las armas
van de muerte.
Alarmas por un paso hacia la cumbre
del arsenal atómico que guardan,
los poderosos debajo de la cama.

Tres,
con todo el poder
y algunos cuantos,
que guardan unas cuantas pesadillas.

Ellos sí pueden
los demás,
tienen prohibidos
tener refugios debajo de la almohada.

Ellos,
los poderosos,
quieren seguir guardando los poderes
y amenazan con asfixiar a otros,
que intentan potenciar sus arsenales.

Nadie, jamás,
ha prohibido las guerras.
Sin embargo, prohíben cruzar una frontera.
prohíben que proteste y que te exhibas,
en contra de la guerra y los poderes.

Las armas destructoras de los grandes
son para aniquilar a los pequeños.

Cada veinte mil niños desnutrido,
tiene una bomba atómica guardada,
en los arsenales del pentágono.
Cada niño asfixiado por el hambre
tiene un misil guardado en los Urales,
en la China, otro tanto
o en la India.
En Inglaterra o Pakistán, presentan armas.

En Israel,
el gran mutilador de palestinos,
las ojivas nucleares se almacenan
bajo las arenales del desierto.
Cada sionista, lleva un misil
pintado en la sonrisa.
Cada sonrisa es una marca de Caín que salta.

La Casa Blanca, como un ala de muerte,
Protege a sus incondicionales.
La casa menos blanca,
más oscura,
entre un hangar y otro se relame,
apostillando y descalificando
como un señor francés, que aspira al mando,
bacteriológicamente enamorado.

Por qué lanzarse encima del que busca
entrar al reino atómico y alzarse
como un dios, enriqueciendo uranio.

Por qué no desistir grandes y chicos,
de alimentar la industria de la guerra.
Con tanto mar por medio
y tanta tierra.
Con tanto cielo y tantos horizontes,
con tanta desvergüenza por persona
que ejercen el poder en este mundo,
tener que estar aquí,
desvencijado,
viéndoles levantarse en las tribunas,
para exigirles contención a un desgraciado,
que, como ellos,
quiere hacer de este mundo un basurero.

¿Con qué moral, un buitre carroñero,
puede pedirle a la carroña que no se arme?