jueves, 15 de enero de 2009

José Lezama Lima


JOSÉ LEZAMA LIMA: MUERTE DE NARCISO O LA
EMANCIPACIÓN DE UN SUEÑO
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José Lezama Lima, era un provocador. Él lo sabía. No fue como Oscar Wilde, que hizo de la provocación una especie excesos. Lezama, era un provocador a conciencia. Sus excesos eran destellos, imágenes sobresalientes y deslumbrantes que nacían de su cosmogonía, del ego telúrico, estelar y metafórico de su portentosa imaginación; de su extensa y desbordante cultura. Fue un poeta de la imagen. Como el mismo decía. Su búsqueda estaba en “lo estelar y en lo telúrico”. Esto, en suma, nacía de lo cubano, que es la síntesis del cruzamiento de razas y, donde cada una, por su singular modo de ser, dio origen y sostén a una esencia plural de connotado estilo.
Su gran obra maestra, Paradiso, no es el resultado, sino la consecución de su gran obra poética y ensayística. Fue un maestro de las formas, que encajaba en una estética de raigambre universal sin ponderaciones ni mentís. Tejía el verso en un telar de fuego, que alicataba de paso, el sentido de la acción, sin desórdenes ni desdoblamientos. Pero donde la acción misma, de cada frase o palabra, se invertía para dar paso a otras razones.

En una cohorte de gerundios y participios, hacía incidir los timbres más sutiles, para que la expresión se llenara de continente.

Además de su novela Paradiso, dejó otra inconclusa, Oppiano Licario. Su obra ensayística, Analectas del Reloj, La expresión americana, Tratados en La Habana y La cantidad hechizada, son el preludio de un hombre que vivió obsesionado por las metáforas, hebra del desdoblamiento, sutura de lo transversal, el descubrimiento e intencionalidad que hay en cada palabra.

La poesía era la meta final de su invención. Supo, como los cabalistas, que el encuentro es posible si el tejido se hacía sustancia de la acción; esencia del acto.

No tenía claves fijas. Verbalizaba los sonidos. Sabía tejer ensueños. De ahí que algunos le consideraran un poeta hermético. Su discurso era bipolar, no lineal. Porque la rectitud no se vive, se percibe. Pero es una percepción, fatua, insustancial, incapaz de mover los ánimos.

Me detendré en uno de sus poemas más brillantes. En el poema donde Lezama, puso a prueba su ingenio creador y su poder de seducción. Hablo de Muerte de Narciso, uno de los textos más bellos y sugestivo de todos los tiempos.

Muerte de Narciso, no es solamente un excelente poema.
Es un maravilloso tratado poético y un genial discurso filosófico, donde el ser es parte de la nada. Y, donde esa nada que es, toma cuerpo y sentido y se manifiesta en los sonidos. No es un compás lo que lo identifica. Es la hechura misma de los contrastes los que hacen el concierto.

En él, todos los dones hablan. Se corporizan en un festín feliz, donde las fuerzas son visiones, exclamaciones, timbres, revoloteos de alas. Eslabones que buscan los horizontes a los que fueron convocados.

Muerte de Narciso, expresa dos momentos. Está conformado con la sustancia de dos mitos. El fin trágico de ambos, no está en clave apocalíptica. Si no, ambos van hacia un final mágico o cósmico, donde cada acción es disuelta por la acción misma, como si fuera tragada en un acto de disolución o continuidad. Porque la fuga, nos indica dos tesis diferentes: una nos sugiere la liberación total; la otra, un posible retorno.

Por una parte, Dánae corporiza el sentido de la leyenda, o el acto mismo de la creación del mundo. De su mundo. Es decir, de su cosmogonía. Pero el hecho, no es verificado. Queda en suspense, que es a lo que aspira el poeta. Crear un largo suspense, donde nada pueda ser verificado.

Dánae, da el salto hacia el espacio, porque siendo ella, hija de Acrisio, rey de Argos, a quien el oráculo le había vaticinado que un nieto suyo le quitaría el trono y la vida. Y por temor, a tan desagradable vaticinio, Acrisio encerró a su hija en una torre de bronce. Zeus, enamorado de ella, se transformó en lluvia de oro y cayó sobre Dánae, haciéndola madre de Perseo. Sin embargo, Lezama, a modo de provocación, y, para hacer propicio al debate, va a otro extremo. La pone a tejer el “tiempo dorado sobre el Nilo”. De esta forma, reabre el largo debate filosófico, que hacia decir a unos y a otros: “O Platón filonisa o Filón platoniza”. En fin. ¿En poder de quien estaba la verdad, si es que alguien la tenía; los antiguos egipcios o los griegos?

Para él lo que importa son los enunciados, porque es la mejor manera de provocar, de crear la incertidumbre, la perplejidad a la que nos han acostumbrado nuestros sueños. Por otra parte, está Narciso, hijo de Cefiso y de la ninfa Liriópe. De gran belleza, pero desdeñaba a las mujeres. Afrodita le castigó, encendiendo en él una extraña pasión que le indujo a enamorase de sí mismo al verse reflejado en las aguas de una fuente y desfalleciendo hasta ahogarse en el fondo. Narciso era la flor, que según los antiguos, adormecía a los seres en el último sueño, representando el tránsito de este mundo al del más allá.

Gasquel, concibe el mito de Narciso dentro del plano cósmico y dice. “Que el mundo es un inmenso Narciso en el acto de pensarse a sí mismo, por lo que Narciso, que representa el egoísmo, la vanidad, el amor de sí mismo, es símbolo de esa actitud contemplativa, absoluta, e introvertida”

Dentro de la teoría Psicoanalítica, el complejo de Narciso, o complejo narcisista, está señalado por la fijación afectiva del individuo hacia sí mismo. Lezama, hace que fermenten en su poema, todas y cada una de esas cosas. Porque también él fue un poco todo eso. De hecho acierta, cuando nos hace despertar en sus propias visiones y nos pone a jugar su propio juego. Juego mágico de su imaginación, de su dolor y frustraciones. Él fue el gran Narciso dentro del “Grupo Orígenes”, donde otras voces, ciertamente magníficas, como las de Gastón Baquero, Virgilio Piñera, Octavio Smith y otros narcisistas, buscaban un sendero propio y perecedero para la joven república, que en el 98, había dejado atrás los sueños españoles. Ellos necesitaban una identidad propia y la alcanzaron con sus obras.
Por eso Lezama, a modo de tesis o postulado o, quizás, como una idea programática, abre su canto con este verso magistral.

Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo

Entra en el correlato, donde el actante, sale de su sueño eterno para formar su universo. Y es el Nilo, que en esta ocasión ha hecho, con su crecida, que el tiempo sea dorado, es decir, de abundantes cosechas. Pero esta vez no fueron las torrentosas aguas, que en épocas de lluvias hacen que se desborden el río y los milagros. Tampoco fueron las manos de Osiris, el dios egipcio, o de la diosa Isis, las que trajeron la abundancia, sino las delicadas manos de Dánae. Las que tejían el tiempo como si fuera una cuerda de mimbre. Y el acto de tejer, en vez de corporizarse se verbalizó. Se hacía canción, mientras, la poderosa aguja unía las hebras que sacaba del ovillo, o donde la nada insustancial se corporizaba, con la magia del demiurgo.

“Envolviendo los labios que pasaban/ entre labios y vuelos desligados”.

Y como no era hechura humana, sino cumplido de los dioses.

“La mano o el labio o el pájaro nevaban/ Era el círculo en nieve que se abría”.

Y no había lucha de contrarios, porque todo era una fiesta de los sentidos. El poder de lo natural que se desnaturaliza o viceversa. Porque:

“La mano era sin sangre la seda que borraba/ La perfección que muere de rodillas/ y en su celo se esconde y se divierte.

Sólo con el acto más acabado y profundo de la poesía se puede subvertir el mundo. Todo acto, o toda creación parten de esa realidad incuestionable. El filósofo se contradice y se niega, cuando renuncia a lo estelar, o a lo divino y se refugia en una ciencia de subterfugios, que piensa él, para mayor engaño, que sacó de su laboratorio particular.

En el texto, se recrea la acción divina y, a posteriori, la acción física humana. El hombre, como colofón, no como razón, porque en ese caso no hubiera sido posible el milagro.

La hermenéutica, como la mayéutica son herramientas útiles si el armador de ensueños conoce la ruta de lo sensorial. Si no sabe que una sinfonía está hecha de latidos, jamás ponderará el mundo al que pertenece, donde cada causa es causa de otra causa, porque los actos, no es que se abran en ciclos, todo lo contrario, se cierran. Lo mismo hacen el amanecer y el anochecer; cuando.

“El espejo se olvida del sonido y de la noche/ y su puerta al cambiante pontífice se entreabre.”

Es decir, la vida, o la acción pasan a otro estadio al que le llaman muerte. No la muerte física que nos paraliza, sino la muerte psíquica que nos rebasa y nos delata. Porque el acto de la energía o cuerpo astral escapa antes que la materia visible. Sin embargo, en el instante primario de la formación del ser, pasa lo contrario. El espíritu despierta en la materia o se inicia en la carrera hacia lo estelar.

“Triste recorre – curva ceñida en ceniciento airón-
el espacio que manos desalojan, timbre ausente
y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.”

Fueron los órficos sus maestros. Él hizo con la palabra, lo que Delaunay en la pintura. Lezama dijo bien.

“Habían surgido del sueño y permanecían en la Orplid del reconocimiento.”

En él, el sueño era posible. Si no era así, ¿para qué entonces enunciar; sacar el trasunto pitagórico en el contexto de una realidad ajena a sus deseos? Sabía que no hay final y, que si lo había, era para dar comienzo a otro estado de la existencia. Y lo confirma.

“Los más dormidos son los que más se apresuran, / se entierran, pluma en el grifo, silbo enmascarado, entre frentes y garfios”.

Como en un drama shakesperiano, se suceden las premoniciones, pero estas van en lo mágico, no en lo trágico, porque ya es bastante el hecho mismo de vivir, de estar en un camino del que jamás sabemos su final, porque cuando este llega nadie es consciente del momento.

Es ahí cuando aparece Narciso, porque hay que confirmar el acto. Porque cuando más rotunda es la negación, más nos confirmamos. Esa postura es la que nos da la autoridad necesaria para enfrentar los retos.

La fuerza en lo negado es la que nos sustenta. La que crea la férrea estructura del deseo. Ese deseo, es el que nos hace superar todos los obstáculos, no importa cuan difícil sean. Cuan lejanos estén. Los sueños, despojados de toda pesadilla, hacen brotar la luz, del mismo modo, que del manantial brotan las aguas.

Y entra de nuevo al ruedo, en la región cósmica o en instante final. Él es la espada, el matador y el toro. La arena de la plaza se abre bajo sus pies, el cielo rajado por el sol lo petrifica. Esa dureza es la que lo hace despertar para exhalar un último suspiro, para mirar una y otra vez las aguas discontinuas del deseo, de la nada, de la inexistencia.

“Narciso, Narciso. Las astas del siervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados”.

A partir de ahí, el poema toma otra dimensión. La sinfonía crece y entran todos los instrumentos, seguidos por los coros, en busca de la puerta o la rendija por donde se ha de producir la fuga. Como en el Cementerio Marino, de Paúl Valery, del cual este poema es gran deudor y Lezama, mejor admirador, se precipitan en cascadas los augurios.

“Pez de frío verde y el aire en el espejo sin estrías, /
racimos de palomas/
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes”.

Y a todo andar escapa el sueño perseguido, el animal acorralado en sí mismo, insatisfecho. Fugitivo hasta del mismo aire que lo envuelve y hasta de su propia respiración que lo sostiene en pie en su inconformidad. Pero no obstante, hay un espacio para el esplendor, para el redescubrimiento. Para alcanzar la nada y perderse en ella; lo mismo que el sosiego.

“Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas/
Chorros de abejas increadas muerden la estela, pídenle costado.
Así el espejo averiguó callado, así Nacirso en pleamar fugó sin alas.”

Dice, fugó. Escapó. Entró a otro dominio. Como la flecha que se incrusta en el blanco hacia donde es lanzada. O como la orquesta que cierra el último movimiento, con un acorde celestial.


Ogsmande Lescayllers.

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